Me dice Julio Castro que ya no escribo artículos. Le
contesto que no tengo opiniones y me asegura que eso ya es una opinión. Lo
dudo, pero escribo. Y es cierto; no se trata de ninguna impostura. Tampoco es
cuestión de ponerme cínica o situarme en el, siempre mejor visto, privilegiado
palco de los escépticos. No. Es una cuestión de salvaguarda, de alejamiento, de
ablución. Nihilista me llamaba Julio ayer, que tenía interés en soltar el
turnegeviano adjetivo y le facilité la excusa. Puede que un poco, sí, un poco
de nada para que no me arrase el artificio. Un poco de nada porque hay
demasiado de mucho. Una separación lo suficientemente amplia para ridiculizar
lo que mirado desde tan cerca nos suena imprescindible. Desde este lejano punto
de vista, la Tierra puede no parecer muy interesante, digo, sumándome a la
reflexión de Carl Sagan, observando aburrida junto a él este punto azul pálido
mientras me concentro en otros ritmos.
Escucho los latidos de mi cuerpo, de los cuerpos cercanos,
los que hay que cuidar, los que nos cuidan. Sin muchas injerencias permanezco
atenta a esas necesidades. Luego, me fijo en el hombre que pesca, en la mujer
que saca los ajos de una tierra que decidió plantar; me fijo en lo que crece a
pesar de la falta de lluvia, observo las mareas y a los niños que corren hacia
nada, por el placer del juego.
Evito tener que cuestionar si lo que me interesa está
justificado; si tengo que explicar de qué manera se adecúa a la nueva moral de
quincalla; si soy lo suficientemente comprometida como para escribir en
Facebook o en Twitter y seguir engordando mi calificadora imagen. Lo evito. Me
alivia no tener que firmar alegatos coherentes. Poder contradecirme en el
mutismo.
Así que sí, me alejo, desopino. No entro a debatir sobre
causas ficticias, que nada tienen que ver con la poesía o los tomates (cosas
que sí me siguen importando). La imposición de cánones en el escaparate,
barnizados y huecos, me aleja con su fuerza centrífuga de análisis
convencionales. Hay que aflojar. Liberarse de la mercadotecnia de la idea. Todo
está en venta, disponible, y nos parece gratis. Ideología adulterada en la que
sumergirse sin respirar. Gritar consignas feministas, independentistas,
patrióticas o libertarias como hombres y mujeres anuncio. Enroscarnos en un
discurso aprendido que nos convierte, al fin, en meros estereotipos de la
simplificación.
Un apartarse lejos también de cualquier intención victoria o
aplauso, para irme al cine, de paseo, escuchar música o abrazar a la gente que quiero;
leer, pintar, escribir y quedarme mirando cómo pasa la tarde; cocinar o salir a
cenar, darme un baño en el agua salada o quedarme en la cama, trabajar o
pintarme las uñas. Hacer, pensar y decidir en un espacio de silencio en el que
nada debe ser mostrado y sometido a evaluación. Instalarme en una bonhomía
amplia sin importarme cuan ingenua pueda parecer. Callarme. De una vez. Me dice Julio Castro que ya no escribo artículos. Le
contesto que no tengo opiniones y me asegura que eso ya es una opinión. Lo
dudo, pero escribo. Y es cierto; no se trata de ninguna impostura. Tampoco es
cuestión de ponerme cínica o situarme en el, siempre mejor visto, privilegiado
palco de los escépticos. No. Es una cuestión de salvaguarda, de alejamiento, de
ablución. Nihilista me llamaba Julio ayer, que tenía interés en soltar el
turnegeviano adjetivo y le facilité la excusa. Puede que un poco, sí, un poco
de nada para que no me arrase el artificio. Un poco de nada porque hay
demasiado de mucho. Una separación lo suficientemente amplia para ridiculizar
lo que mirado desde tan cerca nos suena imprescindible. Desde este lejano punto
de vista, la Tierra puede no parecer muy interesante, digo, sumándome a la
reflexión de Carl Sagan, observando aburrida junto a él este punto azul pálido
mientras me concentro en otros ritmos.
Escucho los latidos de mi cuerpo, de los cuerpos cercanos,
los que hay que cuidar, los que nos cuidan. Sin muchas injerencias permanezco
atenta a esas necesidades. Luego, me fijo en el hombre que pesca, en la mujer
que saca los ajos de una tierra que decidió plantar; me fijo en lo que crece a
pesar de la falta de lluvia, observo las mareas y a los niños que corren hacia
nada, por el placer del juego.
Evito tener que cuestionar si lo que me interesa está
justificado; si tengo que explicar de qué manera se adecúa a la nueva moral de
quincalla; si soy lo suficientemente comprometida como para escribir en
Facebook o en Twitter y seguir engordando mi calificadora imagen. Lo evito. Me
alivia no tener que firmar alegatos coherentes. Poder contradecirme en el
mutismo.
Así que sí, me alejo, desopino. No entro a debatir sobre
causas ficticias, que nada tienen que ver con la poesía o los tomates (cosas
que sí me siguen importando). La imposición de cánones en el escaparate,
barnizados y huecos, me aleja con su fuerza centrífuga de análisis
convencionales. Hay que aflojar. Liberarse de la mercadotecnia de la idea. Todo
está en venta, disponible, y nos parece gratis. Ideología adulterada en la que
sumergirse sin respirar. Gritar consignas feministas, independentistas,
patrióticas o libertarias como hombres y mujeres anuncio. Enroscarnos en un
discurso aprendido que nos convierte, al fin, en meros estereotipos de la
simplificación.
Un apartarse lejos también de cualquier intención victoria o
aplauso, para irme al cine, de paseo, escuchar música o abrazar a la gente que quiero;
leer, pintar, escribir y quedarme mirando cómo pasa la tarde; cocinar o salir a
cenar, darme un baño en el agua salada o quedarme en la cama, trabajar o
pintarme las uñas. Hacer, pensar y decidir en un espacio de silencio en el que
nada debe ser mostrado y sometido a evaluación. Instalarme en una bonhomía
amplia sin importarme cuan ingenua pueda parecer. Callarme. De una vez.
5 comentarios:
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