Foto de Ángel Muñoz

domingo, 5 de abril de 2015

Un mordisco distante




En cuanto tomas la más mínima distancia, ya digo, mínima, un saltito de nada, un levantarse, se va entendiendo, se puede empezar a considerar el absurdo. Nos alejamos de lo más animal, lo instintivo, lo primario -que no desecho, que a veces conviene- y dejamos que entre la luz de lo trascendente. Ahí, entornando la vista, las impresiones se colocan en su sitio y lo que resultaba vital degrada su color, se achica, se va difuminado y el mordisco distante acaba por tragárselo.

Pero pasamos tanto tiempo a rastras, serpenteando, vaciándonos en el esfuerzo de la tarea diaria; vamos y regresamos profundizando el surco, sin levantar la vista, sin volar.

Y vidas, vidas enteras reptilianas, respiran polvo, huelen únicamente el rastro de su predecesor y obtienen a cambio satisfacciones muy pequeñas, una felicidad escuálida que calma su básica ansiedad.
Luego, miro la flor, su efímera constancia, el árbol cercenado y preso y sé que ahí nos encontramos, en el discurso de la naturaleza y su desabrigado estar, en su pulsión irreverente, su militancia heórica, mi desapego, su despegar.