Foto de Ángel Muñoz

martes, 13 de abril de 2010

Nadando con las manos frías


Todo se enturbia súbitamente. Nado cada día en contra de una corriente espesa, amarga. A cada poco, se me inundan los ojos, la boca, la nariz. Me invade el deseo de abandono, de dejarme llevar, de no oponer resistencia y darle un largo trago a este sabor amargo aunque sólo sea para descansar, para descansar, para notar algo de alivio.
La enfermedad carece de lógica. El sufrimiento no tiene validez compensatoria. Los días y las noches son fractales que se repiten como una pesadilla interminable, como las nubes, las tormentas, el dibujo de los helechos.
Tanto palabreo, cosas que leo sin entender, diagnósticos, batas verdes, guantes, tanto desinfectante y su cuerpo pequeño, resistiendo lo irresistible, los ojos de mi padre buscando los nombres que se le escapan, haciendo las preguntas esenciales, comiendo yogures de limón y arañando los rastros de oxígeno.
Nos damos la mano, me aprieta. Recuerdo una noche de hace poco o mucho, no sé, una de estas noches irreales en la UCI, en la que le pedí, por favor, que me la volviese a apretar. Él, entonces, dormía muy lejos de mi voz, por suerte no apreció mi falta de convicción, mi desconsuelo, mi mezquina desesperanza, el miedo.
Escribir todo esto resulta ahora tan pueril como cocinar, doblar la ropa o abrir un libro.
No obstante sé que tengo que seguir nadando. Lo sé porque no me dejáis que lo olvide, lo sé porque no soy la que peor lo está pasando, lo sé porque aún van a hacer falta bastantes empujones y es imprescinble que reunamos las fuerzas suficientes.
Hay mucho amor encima de la mesa, esto tampoco hay que olvidarlo.