Preparo cada día para partir de un cero, de un cero sin conjunto, sin vacío, de un cero con ínfulas de catapulta.
Antes de que los pies toquen el suelo, las pinzas de la ropa me crujen el estómago, dejando marcas en la piel, dando de sí los bordes, urgiéndome al planchado.
Humedezco los labios para poder hablarme, aconsejarme bien sobre la vida y las personas, componerme recetas de autoayuda que me animen los poros, que soplen en los filtros para que entre algo más que densidad.
Planeo maletas, compongo cantos nuevos, tiño los cobertores del sofá, dibujo besos huecos.
Un pie detrás de otro, falseando un camino que sé que, indefectiblemente, se disuelve, que me reta a una exploración para la que me faltan fuerzas.
Y otra vez a mirar en derredor, otra vez a invadirme de preguntas. No soy yo la que asalta los paisajes con la flor en el pelo, o sí soy esa a ratos y, a menudo, me aparezco en un sueño profundo, invalidante, un correr sin llegar, sin tener sitio alguno al que poder hacerlo.
Creo que hay alguien ahí al lado, unas veces lo creo, otras, no tanto.
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