La vida en común habla del desgaste de una relación con la vida cotidiana. Un desgaste que termina en silencio y canciones escuchadas por la radio. Es una especie de estar muerto sentado en un sillón, viendo la televisión y sin otro aliciente. Como idea bien, pero a la hora de plasmarlo se queda en una sensación interior de la protagonista que no llega a cuajar en el corto. Uno se queda más bien frío, cuando la intención inicial sin duda habría sido la de remover conciencias.
No tengo ni una coma que mover al respecto. Sin embargo, me apetece publicar el relato en el que se basa el corto para quien no lo conozca. Pertenece a mi libro Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón el en mortero.
La vida en comúnComo siempre, mi marido llegó a casa cuando yo estaba preparando la cena. Como siempre, se sentó en el sillón y ni palabra. Empuñó el mando a distancia y puso en marcha el televisor. Como siempre, había fútbol.
Era un día igual a cualquier otro. Su misma cara, el traje idéntico al que llevaba el día anterior, la semana anterior, el mes anterior. Los mismos ojos extasiados ante la pantalla, su aspecto pánfilo, su desidia y su silencio, su perpetuo silencio.
Nunca se alteraba, ni siquiera con el partido. Simplemente miraba. Se entregaba al televisor con ojos de vaca. Me recordaba a los recién nacidos que contemplan impasibles lo que les rodea sin comprender un ápice.
Esa noche volví a insistir. Ya resultaba malsano pero no podía evitarlo. Cada noche el mismo monólogo. -¿Quieres cenar? ¿Qué te apetece? He hecho tortilla, con cebolla, como a ti te gusta. También puedo prepararte un sándwich-. No sé porqué lo hacía. No tenía sentido. Podía decir cualquier otra cosa y le hubiese dado igual. Podía decir, por ejemplo: Juan, voy a agujerearme el corazón con la taladradora. Juan, me tiré por el balcón esta mañana. Juan, te quiero.
Le llevé un buen trozo de tortilla y lo dejé en la mesita baja de comedor. Yo cené en cocina. No me acostumbraba a estos días de fútbol. Días de fútbol y silencio. Noches para la soledad. Así llevábamos años, quizá décadas, hasta puede que nunca hubiésemos tenido nada mejor.
Me tomé un café y metí los cacharros en el lavavajillas. Puse la radio. "María de la O, qué desgraciaíta, gitana tú eres, teniéndolo tó". Me senté junto a la ventana. Encendí un cigarrillo.
A través de los cristales, televisores del vecindario. Voces, mezcla de voces. Chapurreo de presentadores más o menos familiares. Comunicación intercanal. Aparte de las teles, nadie hablaba.
Y la canción en la radio. "Te quieres reír y hasta los ojitos los tiene moraos de tanto sufrir". Tarareé.
Escuchaba la televisión de mi vecina de enfrente como si estuviese en mi propia cocina. Lo que necesitas es amor. Claro, pensé, María de la O, lo que necesitas es amor.
Apagué el cigarrillo y apagué la luz.
La canción también terminó en la radio.
Antes de acostarme, un nuevo intento. Entré casi desnuda en el comedor justo en el instante en que se iniciaba la tanda de penaltis. Si seré imbécil. Mi cuerpo se volvió transparente.
Cuando me iba a la cama le di las buenas noches. No contestó.
Por la mañana seguía allí, con los ojos muy abiertos ante el televisor. El forense apuntó las cinco de la tarde como hora probable de la muerte. Yo juraría que cuando llegó a casa estaba vivo pero con estas cosas nunca se sabe.
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