Tenemos poco tiempo y, sin embargo, dejamos que nos venden, nos dejamos vendar, nos dejamos vender.
A veces la crueldad, el ansia intestina, el bajísimo instinto de la supervivencia, -el ego inflado, insuflado, alimentado, cebado-, se nos coloca al lado, nos impide la visión de lo bello, de la naturaleza, también hermosa, de lo humano.
Percibo el hedor insolidario y me pregunto de dónde habrá salido, qué fétidas aguas lo habrán regado, cómo hay gente capaz de revolcarse ahí y de sentirse a salvo.
Y yo, también atada, también a la espera, también quizá de alguna forma, mostrando los papeles que justifican mi silencio, detrás de los vendajes que actúan como coartada para permanecer tan quietecita, para no mover un dedo, para, de alguna forma, salvarme yo también.
Silencio cómplice.
Nadie dice, tampoco yo, ni esta boca es mía.
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