Niñas en una escuela de Ciudad Juárez |
Siendo adolescente, iba caminando por la calle y dos chicos me agarraron, uno por delante y otro por detrás. Esta vez, la emprendí a mordiscos con ellos y, de nuevo, eché a correr. Tampoco grité, tampoco lo conté. También tuve miedo.
Luego, en general, tuve buenas relaciones con los hombres. Me casé y tuve un largo y razonablemente feliz matrimonio. Cuando decidí acabar con la relación, la cosa cambió. El que había sido para mí un buen marido no supo ser un buen ex marido. Su violencia fue económica. Me dejó sin nada, nada de aquello por lo que yo había trabajado durante más de 20 años de convivencia. También él tuvo miedo y ese fue su modo de defenderse.
No tenemos educación emocional, mejor dicho, tenemos una terrible y tóxica educación emocional. Una educación limitante que no nos ayuda a relacionarnos, que sitúa a hombres y mujeres en parámetros artificiales, pero muy bien estructurados, alentados por una sociedad a la que beneficia este modelo.
No hace mucho, en mi viaje a México, para llevar a cabo el proyecto "Más allá del miedo están ellas" sobre las mujeres que viven en entornos de violencia, una de ellas consideraba que uno de los mayores errores del feminismo era intentar acabar con el patriarcado, ya que éste era el pilar fundamental de la familia y la familia era la base de la sociedad. Efectivamente, la base de una sociedad que da como resultado la pandemia de la violencia contra las mujeres, sostenida por unos constructos de privilegio y desigualdad que mantienen siempre prendida esa llama.
La idea de la independencia económica de las mujeres, que hace unos pocos años nos parecía fundamental para acabar con este sistema de valores opresivos, no parece tampoco ser la clave, ya que esa dependencia no era otra cosa que un producto más de la desigualdad, no una causa. Ahora mismo, mujeres económicamente independientes continúan siendo víctimas de la violencia.
Antropológicamente existen pocos ejemplos, y casi ninguno contrastado, de sociedades matriarcales; más bien se hace referencia a mitos, analizados desde puntos de vista occidentales y moralistas por teóricos del siglo XIX, que advertían de que este tipo de sociedades, basadas en la irracionalidad y el simbolismo fanático, solían terminar en anarquía, según las teorías evolucionistas de Bachofen.
El caso es que, hayan existido o no estos grupos humanos regidos por el matriarcado, el mundo en el que vivimos está dominado por los valores masculinos, valores que, por otro lado, parece que nos hacen a todos y a todas un flaco favor.
Volvamos al tema de la educación emocional, que va mucho más allá de la tradicional división de roles. Hombres y mujeres aprendemos a relacionarnos entre nosotros a través de lo que nuestra cultura nos va marcando como comportamientos normalizados: quien bien te quiere te hará llorar; si no se ha sufrido es porque no se ha amado de verdad... Buscamos parejas que nos complementen como si estuviésemos incompletos, incompletas. No aprendemos, nadie nos enseña, a estar solas, a estar solos, a querernos así, a no necesitar, sino querer, querer compartir con alguien una parte de nuestra vida, regalarnos momentos, amarnos y amar; nadie nos enseña a ser primero personas completas y, luego, estar con alguien, sin exigencias, sin imposiciones, sin más expectativas que la de cuidarnos mutuamente durante el tiempo que compartamos.
Los hombres matan a las mujeres y seguramente el miedo forma parte de esa terrible decisión. De hecho, son muchos los que se suicidan después de asesinarlas. Y no es un modo de justificar sino de intentar entender, sólo desde la comprensión de los fenómenos violentos se puede caminar hacia su erradicación. El miedo a perderlas, a no saber cómo seguir adelante sin ellas no viene sólo de un sentimiento de posesión sino también de un sentimiento de indefensión; ellos también son víctimas de una educación que no les facilita esas herramientas, que les hace sentirse menos hombres si son ellas las que se marchan; una sociedad que no ha valorado la sensibilidad masculina, que no admite la debilidad, que ensalza la fuerza y la violencia como características positivas de los hombres y que, también, muchas veces, es injusta con ellos en las rupturas de pareja.
Las mujeres, por nuestra parte, aprendemos a gustarles, a seducirles. Nos enseñan a valorar nuestro cuerpo según sus gustos; a complacerles, a ser felices haciéndoles felices, a buscar en ellos protección y agradecer el piropo y el paternalismo. Leemos sobre eso, escuchamos canciones que nos transmiten esos mensajes, vemos películas en las que el sexo termina justo cuando ellos acaban de eyacular y se echan a un lado exhaustos mientras ellas suspiran encantadas. Aprendemos así. Cargamos también con el sentimiento de culpa cuando no somos capaces de cumplir sus expectativas, nos convertimos en víctimas de violencia verbal, psicológica, física y tenemos miedo, miedo de no saber qué va a pasar después, hacia qué abismo nos dirigimos.
Y así, mujeres y hombres, nos enredamos en relaciones infelices porque no hemos aprendido primero a ser personas completas y querernos así. Ese amor propio es una herramienta poderosa ante cualquier abuso.
La violencia contra las mujeres es un fenómeno, no obstante, poliédrico y que se manifiesta en sociedades muy distintas y en contextos muy diferentes. México, Afganistan, El Congo, Nigeria... España. En todas partes hay mujeres que mueren a manos de hombres. Según los casos, son mercancía, son cuerpos sin valor, son trofeos de guerra, son sacrificio religioso... Y son también mujeres asesinadas por aquellos hombres que debían amarlas, aquéllos en los que confiaban.
Hace muy poco una mujer de Sevilla, Eva M.P.D., de 42 años, fue asesinada por su ex marido cuando fue, como hacía cada día, a prepararle la comida a la casa de la que ella se había marchado con sus hijos. Seguramente este es uno de los ejemplos paradigmáticos de esta violencia machista, doméstica y terrible y de la necesidad imperiosa de avanzar hacia otro tipo de relaciones entre hombres y mujeres.
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