Foto de Ángel Muñoz

lunes, 9 de agosto de 2010

Reflexiones desde el cubículo sombrío


Sentados en el helado cubículo. La enfermedad nos convoca en pareja. Hospital en Madrid, hospital en Tenerife. Compañeros de blancos azulejos y de salas de espera. Una noche invito yo, otra lo haces tú. Sombrío espacio para una cita. Esquinados como dos boxeadores en un ring, un ring que nos recuerda tanto a una estrechísima sala de despiece. La camilla con tu padre entra y sale. Se pierde por el camino salpicado de males. A ratos estamos solos. Tenemos miedo y, como dos niños, nos tiramos besos que van de esquina a esquina y se enredan en los tubos de oxígeno, en los cientos de agujas fantasmales clavadas en el techo. Grita un hombre, se queja con un desgarro persistente y agudo, entona una melodía de aullidos, cuando llega al estribillo lanza un gemido largo, rasposo. No sabe uno como salvarse de tanto padecimiento impúdico. Volvemos a mirarnos, levantamos las cejas en un gesto de solidaridad quizás, aunque seguramente en el fondo sentimos el consuelo de que es a otro a quien le duele tanto. Una mujer se suma al canto desbordado de la madrugada hospitalaria. Tan viejecita, tan consumida, ruega a quien pasa por su lado que por favor la levante, le dicen una y otra vez que tiene la cadera rota, que no se puede mover de la camilla. La mujercita perdida en la semioscuridad del pasillo no atiende a las razones y lloriquea como un bebé arrugado para que alguien venga a consolarla.
Paradójicamente, el libro que sostiene mis horas de espera es La Inmortalidad, y Kundera me mantiene los muslos calientes bajo el peso de sus advertencias: "...Esas palabras eran libertad pura. Sólo podía escribirlas alguien que estuviera ya en la tercera etapa de su vida, en la que el hombre deja de administrar su inmortalidad y no la considera relevante. No todos los hombres llegan hasta este límite extremo, pero quien llega sabe que por primera vez es allí y sólo allí donde hay verdadera libertad".
Me pregunto si realmente es necesario todo este dolor. Si alejándonos del insensato y pretenciosamente humano deseo de inmortalidad no nos podríamos ir de aquí de otra forma. Desde un paraje menos amargo que este cubículo de blancos azulejos, ganchos metálicos, tubos de goma. Si por fin admitimos nuestra perecedera condición, no podríamos morir con suavidad, con un empujoncito cariñoso que no nos retorciera el cuerpo hasta el extremo desamparo?
Nos miramos, nos sonreímos como una forma de insuflarnos aliento, tu padre duerme en el medio del ring, en medio de la fiebre, apenas responde cuando le preguntan si le duele, cuando le avisan de que le van a pinchar, cuando le extraen fluidos y le aprietan la tripa amoratada. Contemplamos el espectáculo con resignación. Otro paciente manda a la mierda a gritos a los que están quejándose, no le dejan dormir el sueño agónico de las Urgencias. El homo sentimentalis tiene los días contados. Tiemblo al pensar qué nueva especie vendrá a sustituirlo. Tú y yo no lo veremos desde el bordillo alado de la inmortalidad.

3 comentarios:

Jordi dijo...

Hola Imma
Yo he pasado por esto hace unos meses. Por eso entiendo cada una de tus palabras, que duelen a la vez que reconfortan. Reconozco lo que escribes como si ahora lo estuviera viendo, como si otra vez lo estuviera padeciendo. No sé si todo esto nos hace mejores, pero seguro que nos cambia.
Toda la suerte.

Inma Luna dijo...

Querido Jordi, acabo de verlo en tu blog, te envío un abrazo fortísimo y muchas gracias por tus buenos deseos.

::::::::::::::::::::::A-Zeta (Revista abierta a participación)::::::::::::::::::::::::::::::::: dijo...

no está nada mal, nada mal.